La transformación de la muerte

Quizá la forma en que vemos morir a nuestros familiares, amigos y conocidos, como también, animales y personas en las noticias, nos hace tener miedo a la muerte. Vemos a nuestro abuelito, tía, hijo y mascota sufrir de una manera desgarradora. La progresiva descomposición del cuerpo, asomada en arrugas, hendiduras corporales, descoloraciones, aromas fétidos, esterilizados y ambientes fríos, nos da miedo. Congela el vínculo con la persona generando un ardor interno que nos quema paradójicamente. Nos da miedo, nos duele. 

Sin embargo, no siempre debe ser así. Estamos acostumbrados actualmente a una muerte entre hospitales, habitaciones adaptadas y la itinerancia del enfermo en distintas casas que rebota entre familiares. Nos acostumbramos a los olores del hospital, el aroma de la quimioterapia que expide un cuerpo con cáncer, y las continuas curaciones que se realizan. Eso, enmarca la experiencia sensorial de un evento; de algo que incluso, que no tenemos idea aún de su última consecuencia. 

No obstante, las culturas prehispánicas nunca dudaron de la idea de la muerte. Dentro de su cosmovisión, la muerte, no es más que un momento distinto de la vida. En los festejos de la cultura mexicana contemporánea hemos recibido una combinación de diversas nociones de concepciones teotihuacanas, nahuas, aztecas, colonialistas y ¿por qué no? James Bond. Y de esta manera, se abre un tiempo-espacio de relacionarnos con la muerte de una manera más agradable. 

La estética de la muerte en el Día de muertos/Fieles difuntos/Todos los santos, transforma la muerte en un evento menos decrépito y menos friolento, o por lo menos, es más soportable. Se abre un espacio en el que, los colores naranjas-cafés y otoñales, el aroma del incienso con cempasúchil, mole, veladoras, café, buñuelos, llenan al cuerpo de sensaciones agradables. El sabor del azahar azucarado del pan de muerto y la espera desvelada de la comunión dimensional se vuelven más cálidos. Calentamos con veladoras la muerte, no dejamos que su frío nos queme. 

Y quizá toda esta experiencia nos da las pautas estéticas para comprender que el miedo de la muerte es más bien, el miedo que genera la idea en abstracto (la duda del “¿Qué pasará?”) El día de muertos, nos vincula con la persona trascendida y no con la idea abstracta de la muerte o la duda hiriente. Nos volvemos empáticos con nuestra nostalgia y melancolía. Nos apapachamos del calor que expide el amor por nuestro familiar trascendido. Nos rodeamos de sus intereses, sabores, ideas, canciones y abrigos. Somos empáticos, comulgamos en la memoria. 

Aprendemos a acompañar nuestro dolor, para no dejarlo de sentir, sino para aprender a sentir el dolor. Dejar de sufrir y vivir el dolor.

Por: Ana Patricia Sánchez García  | Fb | In | Tw

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